Cuando la Superintendencia mira hacia otro lado

El 14 de mayo de 2025 la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada anunció la cancelación de la licencia de funcionamiento de VIPERS Ltda. por graves incumplimientos a la normativa del sector. La resolución —que aún no está en firme y frente a la cual la empresa interpuso recursos— afecta a una compañía con más de dos mil empleados y operaciones en varias ciudades del país. Entre las irregularidades documentadas se cuentan personal no acreditado, uso indebido de uniformes, deficiencias en el manejo de armas y extralimitación de funciones. Sobre el papel, la sanción suena ejemplar. En la realidad, la empresa sigue operando.

Hay silencios que pesan más que cualquier comunicado oficial. En la seguridad privada en Colombia ese silencio se siente en cada turno nocturno, en cada uniforme planchado, en cada mirada cansada del vigilante que sabe que, pase lo que pase arriba, él seguirá de pie. VIPERS dice que el acto “no está en firme” y que interpondrá recursos legales. Y ahí está el espejo: mientras los comunicados se cruzan, la empresa sigue operando y los trabajadores siguen trabajando, como si nada hubiera pasado.

Experiencias propias que arden en carne viva. Cuando comencé en el gremio de la seguridad privada, lo hice como vigilante en una tienda de cadena (no importa el nombre). Allí, mi salario era demasiado bajo, pero tenía que hacer todo: revisar productos, asegurarlos, llevar inventario, inspeccionar; todo eso con la misma paga, tal y como si solo vigilara una puerta. Y lo peor: si se hurtaban algo, aunque no se detectara por la falta tecnología o de apoyo, te lo descontaban del salario. Un absurdo injusto que arruinaba la poca dignidad que tenía ese puesto (pese a los seguros de perdidas que poseen las grandes compañías).

Luego, como supervisor en diferentes empresas, descubrí que mis jefes querían todo el tiempo; que estuviera disponible 24/7, que asistiera a reuniones en mis días de descanso. La “desconexión” para ellos es mito. Para mí, dolor físico y mental. Después de realizar cinco turnos de trabajo para solo descansar uno o dos, lo menos que quieres es que alguien te moleste, ahora menos tener que asistir a una reunión sin ningún valor. 

Y hay algo que siempre me quemó la garganta: esos dueños de empresa que te exigen el 200 % del trabajo, cada vez más rápido, cada vez más perfecto… pero el día del pago llegan tarde o se atrasa, o demoran, o pagan lo mínimo. Y esperas gratitud mientras ellos recortan lo que te deben. Esa explotación silenciosa está normalizada.

En muchas sedes no hay comité de convivencia como exige la norma. Si hay un fallo, te señalan, te sancionan; si hay discusiones entre compañeros, usualmente pierdes si la otra persona es mujer, solo porque así se decide internamente —la pasión, los favoritismos, los silencios de los superiores. He visto cómo se crea división no por mérito, sino por relaciones internas, por favoritismo femenino-masculino, por complicidades que solo contribuyen al abuso.

También supe de empresas donde el proceso de ingreso no depende de experiencia ni mérito, sino de tener un familiar, un respaldo político, un favor. Querer trabajar, y que te digan que no porque no tienes quien te “entienda en la alcaldía”. Eso no es excepción: es corrupción internalizada.

No afirmo nada que no esté documentado en el caso de VIPERS; pero cualquiera que conozca este sector sabe que estas historias se repiten. Abundan empresas que se mueven en ese mismo margen gris, donde las licencias se cuestionan pero se siguen firmando contratos, donde se predica la disciplina pero se normalizan las jornadas extenuantes, donde se invoca la ley pero se juega con sus tiempos. Y la Superintendencia, que debería ser un martillo contra estos abusos, suele actuar como un guante: sanciona, sí, pero despacio; anuncia medidas, pero sin dientes; deja que el recurso legal diluya la urgencia del problema.

Es la paradoja de un sistema que vende seguridad como un servicio premium para clientes, pero la sostiene sobre la inseguridad laboral de quienes la brindan. El vigilante de la portería, el supervisor del centro comercial, el OMT de las grandes superficies… todos sostienen la estructura sin recibir la dignidad que se predica en los pliegos. Son, en muchos casos, héroes sin capa en un modelo que les paga tarde, les descuenta arbitrariamente y los deja solos ante riesgos reales. Se romantiza su disciplina, se les exige impecabilidad, pero se invisibiliza la precariedad.

Los casos se repiten: “sueldo integral” usado como atajo para no reconocer horas extras; nocturnidad ignorada, liquidaciones mal pagas; descansos no pagados; contratos que prometen estabilidad y terminan en la nada. Y mientras tanto, la autoridad reguladora publica boletines que se pierden en la página web y expide resoluciones que parecen diseñadas para que nadie las cumpla a tiempo. El mensaje que llega al trabajador es devastador: “pueden incumplir y seguir operando”.

¿Qué confianza puede tener un vigilante en una Superintendencia que rara vez lo defiende con contundencia? ¿Cuántas veces se han tolerado prácticas abusivas bajo la excusa de los recursos legales? ¿Cuántas veces el trabajador ha sido el daño colateral de un pulso entre abogados? La sensación es de orfandad institucional. El vigilante no es cliente; es fuerza de trabajo. Y en este país, la fuerza de trabajo es barata y prescindible.

Esto no es un llamado a derribar todo. Es un llamado a mirar sin hipocresía. El sector necesita transparencia real, sanciones efectivas, licencias que de verdad signifiquen un estándar ético y laboral. Necesita que las empresas que incumplen sientan que el costo de violar la ley es más alto que el costo de cumplirla. Y necesita que la sociedad deje de ver al vigilante como un adorno uniforme y lo entienda como lo que es: la primera línea de nuestra seguridad cotidiana.

Porque al final no hablamos solo de empresas ni de resoluciones; hablamos de personas. De hombres y mujeres que se tragan noches enteras, que cuidan lo que no es suyo, que sostienen la seguridad de otros mientras viven en inseguridad laboral. Si de verdad creemos en un país más justo, el aplauso no puede seguir siendo para las firmas que “garantizan seguridad” en las portadas, sino para quienes la garantizan en la práctica. Y el Estado, en lugar de ser espectador, debe ser garante.

Quizá sea hora de que la Superintendencia deje de actuar como un guante y se convierta, de verdad, en martillo. Que cada resolución tenga consecuencias reales, inmediatas. Que la “cancelación” no sea un titular sino un cambio de reglas. Que los vigilantes, por fin, sientan que hay alguien de su lado ¿Será mucho pedir? O seguirá siendo un sueño…

Imagen sacada de acá.

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