Carteles, cámaras y teléfonos: espionaje letal en la era digital

La historia es simple, pero brutal: un cartel mexicano hackeó cámaras públicas y teléfonos de agentes del FBI en Ciudad de México. No para extorsionar. No para robar. Para matar. Identificaron a testigos, informantes, personas cooperando con investigaciones, y los eliminaron. Frío, limpio, quirúrgico. Esto no es ciencia ficción. Esto ocurrió. Y sigue ocurriendo.

El informe, recientemente desclasificado por el Departamento de Justicia de Estados Unidos, detalla lo que muchos nos negamos a aceptar: el monopolio del espionaje ya no le pertenece a los Estados. Los satélites y micrófonos ya no son de la CIA. Las herramientas para vigilar —y ejecutar— están al alcance de quienes sepan abrir una puerta trasera y rastrear un metadato.

Sí, el cartel de Sinaloa contrató a un hacker. Sí, ese hacker accedió al teléfono de un empleado del Attaché Legal del FBI. Sí, se usaron las cámaras urbanas para seguir sus pasos. Pero lo verdaderamente alarmante no es el hecho técnico. Lo verdaderamente atroz es lo que vino después: el cartel identificó a los cooperantes y los mandó callar para siempre. En otras palabras, el espionaje digital fue letal. Fue asesinato disfrazado de geolocalización.

La frase que usaron los auditores suena inofensiva: “vigilancia técnica ubicua”. Pero lo que significa en el fondo es esto: tu teléfono puede ser tu sentencia de muerte. Tu cámara puede firmar tu condena. Tu conexión es una cuerda floja sobre fuego invisible.

Y lo irónico —lo trágico— es que esto le ocurrió al mismísimo FBI. No a un civil, no a un activista de derechos humanos. A ellos, los que se supone entienden la amenaza. A ellos, que construyen las herramientas para vigilar a otros. A ellos, que quedaron expuestos en un tablero donde ahora los carteles también juegan con piezas digitales. Porque el poder no necesita tanques cuando tiene acceso root.

Lo sabíamos. Lo veníamos viendo. Pero no deja de indignar cuando se confirma.
El DoJ advierte que el FBI no cerró aún todas las brechas. Que cuatro categorías críticas de vulnerabilidades siguen sin respuesta. Que el riesgo es de nivel 1. Pero, claro, esas palabras suenan demasiado elegantes para lo que en realidad pasó: la tecnología mató a quienes intentaban colaborar con la justicia. Y lo hizo en silencio. Sin balas. Sin persecución. Solo con datos.

Esto no es distopía. Esto es ahora.
Y si a ellos los quebraron, si a ellos los rastrearon, ¿qué posibilidades tiene un ciudadano de a pie, con su teléfono lleno de apps, su cámara abierta y su ubicación compartida con veinte servicios que jura necesitar?

Vivimos bajo la ilusión de que la vigilancia masiva solo es un problema cuando no tienes nada que esconder. Pero lo cierto es que, en este juego, ni siquiera necesitas ser objetivo para convertirte en daño colateral.

Así que la próxima vez que veas una cámara en la esquina o aceptes los permisos de ubicación “solo esta vez”, recordá esto: hay quienes usan la tecnología para mirar. Y hay quienes ya aprendieron a usarla para desaparecerte.

Imagen sacada de acá.

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