El precio invisible del altruismo digital

En el universo del software libre y el código abierto hay un silencio que pesa tanto como una sala llena de aplausos. Ese silencio son los proyectos que desaparecen sin despedirse, los repositorios huérfanos que dejaron de actualizarse porque ya no había tiempo, ni dinero, ni fuerzas. Es la otra cara de la moneda: la que no sale en las conferencias ni en los titulares.

He pensado mucho en esto leyendo historias como la de Accrescent (y un sin fin de proyectos más), un proyecto que casi tuvo que decir adiós porque su financiación era tan suave que apenas alcanzaba para mantener el sitio web vivo. Me estremecen esos mensajes de despedida escritos con respeto, casi con pudor, como si pedir ayuda fuera un acto de debilidad ¿Qué clase de sistema hemos construido donde compartir conocimiento libre se vuelve un lujo?

En paralelo están los héroes sin capa. Personas que han renunciado a oportunidades millonarias para seguir manteniendo su software accesible. Que prefieren decir “no” al cheque de seis cifras para que tú puedas auditar, estudiar, mejorar y compartir su código. Son individuos que, en un mundo cada vez más privatizado y gamificado, actúan casi como monjes que cuidan un monasterio invisible: la ética del software libre.

Pero el ideal también desgasta. El altruismo en tecnología no paga facturas. No alimenta hijos. No cubre el burnout. Y, sin embargo, siguen allí. Siguen respondiendo issues, corrigiendo bugs, manteniendo servidores y combatiendo trolls. ¿Por qué? Quizá porque, aun en medio del cinismo y la precariedad, saben que el software libre es más que software: es una declaración de principios, un pequeño acto de resistencia frente a la lógica del “todo por un precio”.

Recuerdo cuando en su momento colaboré en Quey.org como moderador —una ex instancia de Mastodon—, justo cuando la plataforma empezó a explotar en debates, polémicas y ataques cibernéticos de todos los estilos (era su mayor apogeo). Terminé dedicando tanto tiempo que dejaba de hacer muchas cosas por atender bien la comunidad; todo sin esperar nada a cambio. De aquello nunca gané un peso. También estuve como moderador en el nodo principal (que no puedo mencionar por cláusula) donde incluso se prometía una compensación simbólica. Pero, para decir verdad, nunca me interesó el dinero. Me interesaba la comunidad; por eso jamás actualicé o añadí una tarjeta para cobrar la bonificación.

Posteriormente pasé a cofundar la instancia Quey.la junto a otra persona y un colaborador. Allí experimentamos en carne propia qué era una comunidad: sus ventajas, sus desventajas. Nunca gané nada con eso; al contrario, invertí mi dinero en algo que disfrutaban otros, y no lo echo en cara. Fue maravilloso mientras duró. (De hecho, aún debemos a un colaborador que, decepcionado por la exigencia del momento, se retiró sin querer que se le devolviera su aporte, algo que recuerdo con tristeza). El caso es que esto se hace por amor: contribuir, devolver lo que te han dado, aun cuando nadie te mire.

Lo paradójico es que estos principios han permitido que el mundo funcione: desde los servidores que mueven Internet hasta el sistema operativo de tu móvil. Y aun así, quienes sostienen ese andamiaje invisible apenas reciben reconocimiento. Se romantiza su sacrificio, pero se invisibiliza su fragilidad.

Y, sin embargo, hay esperanza. Porque cada línea de código libre es también una semilla. Cada repositorio abierto es una posibilidad de que alguien más tome la posta, aprenda, cree, devuelva. Quizá el verdadero motor del software libre no sea la gloria ni la riqueza, sino esa íntima convicción de que el conocimiento compartido no se agota, se multiplica.

El software libre nos recuerda que hay otra forma de construir futuro. Que incluso cuando un proyecto muere, su código queda, su idea germina, su comunidad aprende. Que siempre habrá alguien dispuesto a levantar otra piedra para que la base siga firme.

Quizá aplaudir a estos héroes sin capa no baste, pero es un comienzo. Reconocer su lucha, donar cuando podamos, contribuir con tiempo o conocimiento. Y sobre todo, no olvidar que detrás de cada descarga gratuita hay alguien que decidió creer que compartir vale la pena, incluso cuando el mundo parece decir lo contrario.

Vídeo generado con Grok.

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