Una tarde, mientras hacía scroll por TikTok, me crucé con un estupendo vídeo con la voz de Alan Watts, el filósofo británico, hablando acerca de lo que somos para la gente. Esto me dejó pensando un poco, luego mucho, durante horas, imaginando lo que fui para cada una de esas personas que llegué a conocer…
(Y probablemente ni siquiera sepas quién eres para ti)
Hay una verdad incómoda que evitamos como si fuera un espejo sin distorsión: tú no eres tú.
No el tú que crees ser.
No el tú que fabricaste con retazos de infancia, prejuicios heredados, redes sociales y esas máscaras que ya no sabes cómo quitarte sin arrancarte un poco de piel.
Alan Watts lo insinuaba con una sonrisa de sabio desenfadado: tú no eres un ser, eres un proceso. No estás hecho de piedra, sino de agua en movimiento. Y no hay forma de atrapar el agua sin que deje de ser lo que es.
Porque lo quieras o no, eres una persona distinta para cada quién.
Para tu madre, sigues siendo esa criatura diminuta que un día sostuvo entre los brazos y que ahora apenas puede entender.
Para tu ex, eres una historia mal cerrada.
Para tu jefe, una herramienta más.
Y para el desconocido que te cruzas en la calle, apenas una vibración en el aire, un destello entre luces y ruido.
¿Y tú? ¿Sabes quién eres?
No me respondas tan rápido.
La mayoría solo repite un guion que alguien más escribió: soy esto, hago lo otro, me gusta tal cosa…
Pero eso no es identidad, es catálogo (te seré sincero, también lo he olvidado en algún momento).
Watts lo llamaba “la trampa del ego”: esa ilusión de que hay un centro fijo, un “yo” sólido e independiente. Pero en realidad, somos un punto de convergencia entre miles de percepciones ajenas y un puñado de impulsos propios que ni siquiera entendemos del todo.
Cada quien te ve con ojos distintos, y cada mirada te reconfigura.
Como un caleidoscopio humano que nunca se detiene.
Como un archivo .zip lleno de versiones inestables de ti mismo.
Y aún así, insistes en buscar una verdad única y definitiva sobre “quién eres”.
Spoiler: no la vas a encontrar. Y si la encuentras, desconfía.
Quizás la pregunta correcta no es ¿quién soy?, sino ¿quién soy ahora, para ti, mientras me miras?
Y ahí, en ese instante fugaz, puede que exista una verdad.
No eterna, pero honesta.
No completa, pero suficiente.
Como los reflejos en una ventana: ninguno eres tú, pero todos te contienen.
Aceptar esto no es rendirse. Es liberarse.
De la necesidad de gustar, de encajar, de explicarte.
Eres el río, no el cauce.
El eco, no la voz.
Y aún así, sigues teniendo peso, forma, historia.
Cada persona guarda una versión tuya que tú nunca conocerás del todo. Y ese es el misterio más hermoso (y más jodido) de existir.
Así que la próxima vez que alguien te diga “yo sé cómo eres”, sonríe con condescendencia, y piensa:
“Claro que sí. Tú conoces tu versión de mí. Una más en el museo de espejos rotos que llamamos identidad“.
