El día que un SIL me cuestionó el sentido de amar (Ejército)

Esta es una historia muy real que no recuerdo haber escrito con anterioridad y no sé por qué. Tal vez porque es una de esas historias que suelo contar de vez en cuando, cada vez que algún curioso o curiosa me pregunta por mi experiencia en el Ejército y más aún conociendo cómo soy: particularmente de izquierda, con pensamientos algo distintos a los del común (sin profundizar demasiado en ello), describiendo de manera superficial que soy escéptico, que baso mi vida en la corriente filosófica del existencialismo y un tanto en el estoicismo.

Hace unos días, en la oficina, estaba hablando con mis compañeras —todas muy nacionalistas, de derechas, con su modelo de vida “tradicional”— y entre charla y charla surgió la pregunta: “¿Y cómo es que alguien como tú pasó por el servicio en el Ejército?”. Así que aquí va una de mis experiencias, de esas que me dejaron marcado para toda la vida y que cuento con orgullo a todos los que en algún momento me lo preguntan.

Vivir y ser como soy no es tan fácil, y menos de donde vengo: un lugar tradicionalmente conservador, el departamento de Antioquia, territorio que la historia colombiana conoció como uno de los epicentros de las autodefensas y sus post-estructuras. Desde temprana edad tuve problemas con esto, porque sucedían muchas cosas a mi alrededor de las que no se podía hablar ni actuar al respecto. De cierta forma me frustraba, porque siempre tuve ese espíritu de “libertad” que me empujaba a ir más allá de lo que nos presentan o nos hacen creer. Por eso nunca me conformé con lo tradicional. Le llevé la contraria a toda mi familia, incluso cuando me obligaron a la “primera comunión” (hasta los 14 años, aproximadamente). Después de aquello me zafé y empecé a tomar mis propias decisiones… adiós a la iglesia, aunque eso me costara el rechazo de algunos.

Adelantándonos en el tiempo, ya en el Ejército todo era tal cual me lo imaginaba: una máquina de adoctrinamiento, capaz de cambiar todo de ti, desde tu forma de pensar, de actuar e incluso hasta tu manera de caminar. Todos los aspectos de tu vida se alteran, y cuando sales de allí, con el tiempo, si tienes pensamiento crítico, te das cuenta de que fue un cambio que te acompañará para siempre.

Durante los primeros meses de entrenamiento todo era repetitivo: levantarse, bañarse, desayunar, alistamiento, revista, instrucción o entrenamiento del día, almuerzo, otro entrenamiento, castigo por algo que alguien hacía —o no hacía—, dormir. ABSOLUTAMENTE TODO pasaba antes o después de una formación, a los gritos, siempre guiados por un SIL (Sargento instructor líder). Las primeras semanas uno piensa: “¿Qué mierda es esto?”. Luego, inevitablemente, uno se acostumbra a ese proceso mecánico del día a día.

Uno de esos procesos repetitivos era el de la comida. Siempre formábamos, y si la disciplina fallaba (lo que ocurría casi siempre) terminábamos castigados. Luego íbamos pasando uno por uno al rancho de tropa, levantábamos los brazos a la orden del instructor y se hacía la oración de agradecimiento a Dios antes de comer. Solo entonces nos permitían comenzar, con un tiempo limitado, y al terminar debíamos lavar el plato y volver a formar. Durante mis primeros días lo hice tal cual, aunque fingía rezar. Era lo que más odiaba. Siempre pensaba: “Esto es absurdo”, “Yo no creo, ¿por qué debo hacerlo?”. Pero no me atrevía a dejar de hacerlo por miedo al castigo… hasta que llegó el día en que me rebelé.

En una de esas oraciones me quedé firme, esperando que terminaran para luego empezar a comer. De repente escuché un grito a lo lejos:

—“¡RECLUTA! ¿Usted por qué no está haciendo la oración?”

A lo que respondí a todo pulmón:

—“¡MI CABO! Soy escéptico”.

Apenas terminé de pronunciar esa palabra, la tensión en el lugar aumentó. Lo vi venir corriendo hacia mí. En segundos lo tenía frente a frente: mi instructor, una máquina de matar capaz de destrozar mental y físicamente a cualquiera… y yo, un recluta apenas en mis primeras semanas de entrenamiento.

Él gritó:

—“¿CON QUE USTED NO CREE?”

—“CIERTO, SEÑOR”.

—“¡¡¡MEDIOCRE!!! DIOS ES AMOR, ENTONCES ¿USTED NO QUIERE A SU MAMÁ? ¿NO QUIERE A SUS HERMANOS?”

—“SÍ, SEÑOR”.

—“CON EL TIEMPO ESO VA A CAMBIAR. SALGA Y DÉLE SEIS VUELTAS AL CAMPO DE PARADAS”.

—“Sí… señor”.

Desde ese momento mis compañeros de curso (compañeros de Escuadrón) empezaron a burlarse, diciendo que a mí me encantaba el sudado (una burla entre el plato de comida y mi estado físico), porque durante varias semanas, en cada comida, tenía que dar vueltas al campo de paradas antes de comer. Siempre llegaba empapado, con la ropa húmeda y el tiempo reducido a la mitad, pero aún así comía y volvía a unirme al grupo. Todo por no seguirles la corriente en la oración.

Para muchos aquello era una derrota; para mí fue, en cierta forma, una victoria. A pesar de la humillación y el cansancio físico, jamás renuncié a mi ideal. Me mantuve firme en mis creencias personales. Les demostré a los instructores que podía sostener mi convicción, costara lo que costara, porque un hombre que renuncia a su ideal termina siendo algo insignificante. De acá la gran cita:

“Cada vez que un hombre defiende un ideal, actúa para mejorar la suerte de otros, o lucha contra una injusticia, transmite una onda diminuta de esperanza”- Robert Kennedy.

Está es mi breve historia de hoy, gracias por leer.

Fotografía de mi unidad real; ahí no salgo yo, pero si mi instructor… el SIL que ahora es Sargento (un buen instructor al final de todo). PD: no recuerdo quién tomo la foto.

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