Telegram, el espía invisible en nuestra falsa catedral digital

No me mires así, no con esa expresión de sorpresa. Lo sabías.


Lo hemos sabido todos, pero preferimos ignorarlo porque es más cómodo que aceptarlo. Telegram no era distinto. Solo era elegante, silencioso, con sus stickers bonitos y su promesa de libertad. Un lugar donde podíamos gritar en paz, lejos del algoritmo inquisidor de Meta, del radar silencioso de Google.

Pero la libertad, a estas alturas, es un teatro de sombras. Una utopía enlatada y vendida en los repositorios para que juguemos a ser libres mientras nos vigilan mejor.

Hace unos días, un reportaje de iStories expuso algo que no me sorprendió, pero sí confirmó lo que ya venía sospechando desde hace años. ¿Telegram? Sí. ¿El FSB? También. ¿Un hombre en el medio? Siempre hay uno. Solo que esta vez tiene nombre: Vladimir Vedeneev. Suena como personaje secundario en una novela de Le Carré, pero es real. Empresario ruso que gestiona buena parte de la infraestructura de Telegram. ¿Y qué hace ese nombre ahí, firmando contratos, operando servidores, redireccionando tráfico? ¿Por qué su nombre aparece tan cerca del sistema nervioso de una app que jura y perjura independencia? No lo sé, o sí lo sé. Pero ya no me sorprende.

Vídeo sacado de acá.

Porque hace tiempo que dejé Telegram. Lo borré de raíz, no porque estuviera de moda, sino porque lo vi quebrarse desde adentro. Cada nueva función venía con una condición, cada actualización con una incógnita. Desde que apareció SimpleX Chat, encontré algo más parecido a lo que yo llamo privacidad real. No perfecta, pero real. Y Signal, aunque algo más tradicional, sigue firme. Por eso uso ambos, y por eso desinstalé aquella falsa promesa con logo azul.

Un contrato firmado por Vedeneev en dos roles: como CFO de Telegram y como CEO de General Network Management. Imagen sacada de acá.

La historia de Vedeneev va más allá. No es un civil cualquiera con buena conectividad y ganas de ayudar. Sus otras empresas han trabajado para el FSB, para centros de desarrollo armamentístico, para oficinas de vigilancia estatal. Detrás de los switches y servidores hay contratos con el Estado ruso. Ya no hay cables, hay sogas.

Entonces uno se pregunta: ¿qué tan limpio puede estar el río si el agua pasa por sus manos?

Telegram dice que no hay que temer. Que los chats están seguros, que nadie tiene acceso a nada. Que todo es paranoia de activistas desvelados. Pero la verdad es otra: la mayoría de las conversaciones en Telegram no están cifradas de extremo a extremo, solo los llamados “secret chats” lo están. El resto de tu vida digital flota sobre la nube, como una promesa sin cerrar, como una carta sin sobre.

¿Quién puede acceder?
Ellos.
Tú, no.

Y ese es el problema.

Pero vamos, ¿acaso no lo vimos venir? ¿No aprendimos nada con Snowden? ¿Con Assange? ¿Con el viejo PGP muerto de risa en nuestras carpetas de “algún día”? Vivimos rodeados de espejismos digitales, creyendo que podemos construir privacidad sobre cimientos que no controlamos. Es como intentar esconderse detrás de una cortina de cristal. Nos convencemos de que algo es seguro solo porque tiene un canal popular o permite enviar gifs sin restricciones.

Nos da miedo aceptar que seguimos siendo vulnerables. Que siempre hay un hombre en el medio. Que no importa cuántos candados tenga una puerta si la llave la guarda alguien más.

No escribo esto con ira. Lo escribo con la claridad que deja el abandono. Con esa misma claridad con la que vi cómo Telegram se transformaba en lo que juró combatir. Es la misma decepción de cuando crees haber encontrado un refugio y resulta que era otro panóptico. Más silencioso, sí. Pero igual de vigilante.

A veces me da por pensar que esta vida digital es una guerra de trincheras donde cada red, cada servidor, cada protocolo, es solo otro campo minado. Y nosotros, usuarios, entusiastas, conspiradores, apenas somos soldados sin fusil. En medio de la nada, con las botas mojadas, abrazando una idea que se nos escapa entre los dedos.

¿Qué hacer? Yo encontré en SimpleX algo más cercano al silencio verdadero. Y en Signal, una alternativa donde aún puedo hablar sin sentir que alguien respira sobre mi hombro. Tal vez eso sea lo único que podamos hacer: migrar, aprender, resistir.

Porque la privacidad no es una función, es una forma de vivir. Y si no la vivimos, nos la quitan.

Así que no, Telegram no es el enemigo. El enemigo es el olvido.
El olvido de que aún nos queda algo por lo cual luchar.

Anexo la respuesta que ha dado Telegram a esta investigación con obvias contradicciones: acá. (en inglés).

Imagen sacada de acá (Ilustración: Elizaveta Dobrovinskaya).

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