Estos días tuve unos sueños demasiado realistas y con unos transfondos que aún no comprendo. Te los voy a describir… trata de interpretarlos y quizás darles algún significado. Porque yo, honestamente, ya no sé ni por dónde empezar (admito que he censurado parte de ellos o suavizado para evitar sorpresas).
I. La penumbra materna
La escena se dibuja con una iluminación tenue, casi ausente. Una habitación sombría, cargada de un silencio pesado. Mi madre, visiblemente debilitada, me muestra su cuerpo. Está enferma, consumida. No necesita decir mucho; la enfermedad se le marca en la piel y en los ojos. Yo, aún con el nudo en la garganta, le pregunto si ya fue al médico.
Me responde tranquila, como quien quiere restarle gravedad a un incendio: “Ya encargué un medicamento, no es para tanto.”
Pero lo es.
Se siente.
Se ve.
Solo que ella, en su papel de madre, sigue disimulando —como lo ha hecho toda la vida—, intentando cargar una cruz sin que los demás lo noten.
¿Cuántas veces hemos minimizado nuestro dolor para no preocupar a quienes amamos?
II. Culpa compartida en una casa en construcción
En otra escena, mi hermano me habla. Está frente a mí, con ese tono entre la confesión y la desesperación. Me señala un elemento de la casa que fue manipulado por mi padrastro. La casa no está terminada. Está en proceso, a medio camino entre lo que fue y lo que debería ser. El concreto sin pintar. Las cosas sin instalar.
Mi hermano me cuenta que se dijo que yo fui quien dañó eso. Le tiembla la voz, se le quiebra. Y de pronto rompe en llanto. Suelta una frase que aún resuena con ecos de desesperación:
“Toda es nuestra culpa”.
Y esa oración… esa maldita oración…
No era solo sobre la casa. Era sobre todo. Sobre lo que no dijimos. Lo que no enfrentamos. Lo que arrastramos como familia disfuncional sin nombre.
¿Qué estructuras internas estamos intentando edificar sobre cimientos agrietados por la culpa y el silencio?
III. La furia, la luz y la alarma
La rabia me posee. Salgo sin pensarlo, impulsado por las palabras de mi hermano. Tomo el celular, marco a mi madre. La llamo exigiendo explicaciones:
“¿Por qué mi padrastro está diciendo eso? ¿Le comentaste tú algo? Decile que se controle, que no vaya a armar problemas por su cuenta…”
Y justo en ese momento, al salir al patio, noto una luz que proviene del lavadero.
Es mi chancla. Una chancla reposando sobre la piedra, brillando como si escondiera una verdad. Me acerco y, para mi sorpresa, no es luz lo que emite.
Es fuego.
Un cigarrillo encendido reposa ahí. Prendido. Respirando su última brasa.
Dejo el celular a un lado y lo retiro. Es una escena tan absurda como simbólica. ¿Por qué está ese cigarrillo ahí? ¿Quién lo dejó? ¿Por qué justo en ese lugar?
Vuelvo a retomar la llamada. Le pregunto a mi madre si ya va a llegar. Me dice que está cerca. Pero su voz se escucha extraña. Le tiembla. Y de pronto… comienza a llorar.
Le pregunto qué pasa. Balbucea. Intenta decirme que “todo está bien”, pero ya no la entiendo. Las palabras se le desfiguran.
En ese momento, en mi mente se cruza un flashback: una cara oscura, sonriente, burlona…
Y esa cara me hace una señal con una pistola imaginaria.
Dispara.
Y justo en ese disparo, la realidad me atraviesa:
me despierta una alarma de la casa.
2:45 AM.
Ni un minuto más, ni uno menos.
Lo que creo que me está sucediendo, sin máscaras:
Estoy atravesando un duelo en múltiples frentes. Uno que no tiene nombre porque no se trata de una sola pérdida, sino de todas las pequeñas muertes acumuladas: la del amor, la del hogar como refugio, la de una estabilidad emocional que nunca terminó de llegar.
Y aún así… aquí estoy.
Y entonces, ¿qué demonios me está pasando?
He llegado al punto donde no sé si estoy dormido cuando duermo o cuando despierto.
Una ruptura amorosa me dejó el alma con fugas. El trabajo es un juego de equilibrio sobre vidrio molido. Las emociones, como quien vive con hambre, han aprendido a comerse unas a otras.
Y en casa… bueno, en casa nunca hubo casa. Solo paredes compartidas. Cada quien encerrado en su propio cuarto emocional.
Lo que creo que sucede es que mi subconsciente ya se hartó de callar. Que mis sueños son una última carta lanzada al aire, una advertencia, una metáfora cruda.
La casa en construcción soy yo.
Mi madre disimulando, soy yo.
Mi hermano llorando por culpas compartidas, también soy yo.
Y esa cara que me dispara…
es el juicio que me tengo.
Estoy viviendo un duelo múltiple: amor, hogar, estabilidad, identidad.
Estoy, literalmente, soñando mis heridas.
¿Y ahora qué?
Ahora escribo.
Porque no tengo otra forma de resistir.
Este no es un artículo para encontrar respuestas. Es un acto de fe. Una especie de exorcismo narrativo.
Quizás alguno de ustedes también se siente habitado por sombras. Quizás no soy el único al que su subconsciente le grita de madrugada.
Y si este texto sirve para que tú también te preguntes qué estás cargando, qué estás evitando…
entonces no soñé en vano.
